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Dos  extraños curiosos impertinentes
 en un tren de largo recorrido
Ernesto Martí bajó de un taxi en la estación de Sants de Barcelona a las cinco  de la tarde de un otoñal viernes. Faltaban pocos minutos para que saliera su tren en dirección a Valencia. Se apresuró con la maleta. Cuando llegó estaban a punto de cerrar el puesto de control. Pasó su equipaje por el escáner y entregó su billete a una azafata que lo saludó con cortesía.
En el tren se hallaba ya Pablo Méndez cómodamente instalado en la parte del tren en que los asientos se miran y se despliega una mesa. Había puesto sobre ella un libro de Paul Auster y estaba consultando unos mensajes en su teléfono móvil.
Ernesto llegó a su asiento que estaba justo enfrente del de Pablo. Colocó su maleta en el estante superior encima de su cabeza y se sentó dejando su bolso de mano en el asiento de al lado que estaba vacío igual que su gemelo del lado de Pablo.
Los dos hombres se miraron con disimulo. Pablo empezó primero, siguió de reojo cada uno de los movimientos de su compañero de viaje desde que lo había visto aparecer por la puerta del vagón. Le interesó desde el principio, no sabría decir por qué, había algo en él que llamaba su atención y no podía dejar de mirarle aunque con disimulo, claro, era un hombre bien educado. Al rato, temiendo ser impertinente, abrió su libro y se puso a leer o, mejor dicho, a hacer como que leía porque las líneas de su autor favorito le empezaron a parecer totalmente insípidas y sin ningún significado. No lo dejó, sin embargo, un libro puede ser, a veces, un buen escudo protector de vaya usted a saber qué tentaciones que no tomaban forma en su cabeza pero que le habían despertado cierta inquietud.
Entre tanto Ernesto se había acomodado, dejando sobre la mesa  un pequeño ordenador portátil que abrió para consultar su correo. Entre una centena de mensajes, eligió uno de Laura, su mujer, en el que le decía que le estaba echando mucho de menos y que iría a esperarlo a la estación. Sonrió escéptico, hacía meses que se mostraba fría y distante y cuando inició el viaje, una semana atrás, hubiera jurado ver un extraño brillo en su mirada y la sensación de que se alegraba de perderlo de vista por unos días o quizá se había cansado de él y estaba planeando dejarlo, a lo peor hasta tenía ya un sustituto para cuando llegara el momento de un pronto abandono. ¡Mujeres! –pensó al tiempo que reparaba en su compañero de viaje, un hombre de una edad similar a la suya, que rondaba los cuarenta, bien vestido y que leía muy atento un libro.  Observó que cada una de sus prendas y complementos eran de marca, que tenía unas manos cuidadas, un corte de pelo impecable y que si su esposa lo hubiera visto, no habría dejado de calificarlo como un auténtico pedazo de hombre, expresión a la que era muy aficionada, sobre todo refiriéndose a sus actores preferidos, pero también a conocidos de ambos, cosa que hacía que Pablo sintiera un hormigueo desagradable en su estómago, en un sentimiento que bien podría llamarse celos.
Pablo dejó de pronto su libro sobre la mesa y sintió un fuerte impulso de entablar conversación con su compañero de viaje. Sin saber muy bien cómo empezar le soltó de improviso:
-¿Eres de Valencia? Juraría que te he visto mil veces en alguna parte.
-No, no soy de Valencia pero  llevo allí más de media la vida. No sé, a lo mejor nos hemos visto en algún sitio, yo veo a tanta gente que, la verdad, todos los rostros me parecen familiares -le contestó Ernesto afablemente- si me dices por dónde te mueves a lo mejor descubrimos algún punto de contacto.
         -Yo me muevo un poco por todas partes. Soy constructor. Voy allá dónde los negocios me lleven.
         -¿Un constructor que lee a Paul Auster? Me resulta extraño, siempre había pensado que solo tienen cifras y edificios en su cabeza.
         -Estudie arquitectura, pero ya no ejerzo más que supervisando lo que otros diseñan para mí, llevo demasiado peso sobre mis hombros. Sin embargo, me gusta cultivarme con los libros, me relajan y me apartan del estrés de mi profesión.
         -Ya, pues yo suelo andar por las aulas de la facultad de Filología, doy clases de Literatura hispanoamericana.
         -¡Ah! Vaya, eso sí que es una suerte. A mí me encanta la literatura como te he dicho y entre los hispanoamericanos están algunos de mis autores preferidos.
         Ernesto se quedó callado repasando mentalmente los sinsabores e insatisfacciones que su profesión le acarreaba.
         -Sí, no puedo quejarme, es una profesión apasionante, aunque, no creas, también tiene sus inconvenientes. Hay destinos que parecen ideales hasta que se vive dentro de ellos, podría contarte miles de pesares  pero no voy a darte el viaje con la confesión de mis miserias.
         -¿Por qué no? Un viaje en tren es el lugar ideal para hacer una confesión en toda regla. Te desahogas y, con suerte, no vuelves a ver a tu interlocutor en toda tu vida. Yo lo hago a menudo. Suelo viajar en tren cuando se trata de trayectos largos.
         -Sí, es cierto, pero no es la profesión lo que ahora me preocupa. Estaba pensando en Laura, mi mujer. Acabo de leer un correo suyo demasiado amable. Creo que la estoy perdiendo –dijo con un gesto de extrema amargura.
         -Pues no sé qué decirte, ¿no serán imaginaciones tuyas?
         -No, no creo. Estoy seguro de que ya no me quiere. Sospecho que tiene un amante o quizás más de uno. Si me deja, me muero; no podría vivir sin ella.
         -Bueno, eso es lo que todos pensamos ante un desengaño pero luego la vida sigue. Nadie se muere por eso.
         -Se me pasa por la cabeza que quizás podrías ayudarme –se sorprendió a sí mismo oyéndose decir estas palabras a un completo desconocido.
         -¿Yo? No veo cómo.
         -Muy sencillo: intentas seducirla y así yo podré saber si me es fiel.
         -Pero qué cosas dices. ¿Por qué no hablas con ella y se lo preguntas directamente?
         -No, no, no puedo hacerlo. Además seguro que me mentiría. Las mujeres son terribles, no me dirá nada hasta que tenga a otro bien agarrado. No me fío un pelo de ella. Cuando yo la conocí, tenía novio y lo estuvo engañando conmigo hasta que le pedí que nos casáramos. ¿Entiendes por qué no puedo fiarme de ella? Era alumna mía. Se sentaba siempre en primera fila. Estudiaba mucho, le encanta la literatura y es buena, muy buena. Me hacía preguntas que me ponían en un compromiso. Me supera en inteligencia con creces. Pero es fría y calculadora. Siempre he pensado que me utilizó para escalar en su carrera. Ella también es profesora ahora, compartimos departamento. Pero ha sido ella y  no yo quién ha conseguido la cátedra y no sé qué artes ha utilizado. Tienes que ayudarme. Antes te he estado observando y he pensado que eres el tipo de hombre que a ella le gusta.
         Pablo empezó a sentir  curiosidad y cierta inquietud por la propuesta.
         -Bueno, de acuerdo, acepto el trato si tú haces lo mismo por mí- se atrevió a decir sin saber muy bien por qué.
         -¿Cómo dices?
         -Eso, lo que has oído, que me presto a intentar seducir a tu mujer si tú intentas hacer lo mismo con la mía. Celia, mi mujer se llama Celia.
         Ernesto se quedó perplejo ante la propuesta del constructor. Era lo último que se esperaba.
         -Así que tú también tienes tus dudas. Perfecto. En realidad es una situación ideal. Así todo queda entre nosotros.

         Continuaron el viaje hasta Valencia hablando de sus vidas, de sus mujeres, de sus proyectos… Cuando el tren se detuvo en la Estación del Norte parecían dos viejos amigos que lamentaban la separación a que el fin del trayecto los arrojaba. Intercambiaron sus números de teléfono y sus direcciones electrónicas. Ernesto se dirigió a la parada de taxis mientras que  Pablo se encaminó al aparcamiento de la estación de donde salió con un flamante Mercedes descapotable último modelo.  

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